Tirar o empujar, o la magia del
momento en que las puertas se abren justo antes de que me vaya a estrellar
contra el cristal. Entro y miro. Camino a la recepción extrañamente
triste. Recibo un llavero pesado y gigantesco unido a una llave que se ha hecho
pequeña o una tarjeta sin crédito que me acredita un hogar efímero, pasajero, que
desembocará en una irremediable y triste despedida.
Sacar todo de la maleta,
colgar la ropa, rellenar los cajones con la que no se arruga, toda, desde que la
belleza tiene tanto que ver con ella. Llenar los de la mesita de noche, pequeños y tan adecuados para la medias, que nunca llevo. No hago nada de esto.
Destapo la maleta y dejo todo tal como está, sólo quiero que se sientan cómodas
las lanas, los linos y mis cremas maravillosas que me mantienen las arrugas,
bellas como las de la ropa, tan superficiales y escasas. No hago nada de esto porque me siento extrañamente triste.
La no permanencia y la no
pertenencia. Fluir. La vida.
Me siento extrañamente feliz.